Un cigarrillo encendido inundaba la habitación de humo.
No veía una explicación plausible para ver un cigarro prendido encajado en los dedos inertes de un cadáver en la escena de un crimen. Era la última visita que iba a recibir el cuerpo antes de trasladarlo a la morgue. Las pruebas estaban etiquetadas y el contorno dibujado con la famosa tiza. Resultaba inverosímil que una evidencia así pasara desapercibido.
Teoricé sobre algún vecino que quizá quería gastar una broma de mal gusto a la policía pero rápidamente tuve que descartarla. La entrada estaba vigilada las veinticuatro horas del día y por la ventana, bueno, era un cuarto piso. Mucho esfuerzo para una simple broma.
En el hogar nos encontrábamos únicamente el fallecido y yo. Aun así, solo para cerciorarme revisé las habitaciones con el fin de encontrar alguna pista para una extraordinaria coincidencia. Era posible que a alguien se le hubiera caído justo en esa posición y no lo hubiera notado. Poco probable, pero posible.
Tras cada sala que visitaba, volvía para vigilar brevemente a la víctima. No deseaba nuevos imprevistos. Nada en la cocina. Nada en el dormitorio. Nada en el baño. Nada debajo de la cama, ni tras las puertas, ni siquiera dentro de la nevera.
Escapaba a mi comprensión.
Me dirigí a la puerta principal. Necesitaba llamar a mi superior para informar de la irregularidad y actuar en función a lo que me dijera. Di la espalda al hombre y, cuando ya sostenía el pomo de la puerta, sentí una grave presión en el hombro, como si alguien me agarrara. Una voz me susurró:
—Yo soy el asesino —la piel se me erizó.
Rápidamente me di la vuelta y el cadáver se había esfumado. Solo quedaban las cenizas del tabaco y la colilla en el centro del trazado.
Contexto
Este microrrelato se escribió para un certamen en el que no se debía superar las 200 palabras. Tanto la temática como la intención eran libres, así que, como creo que es lo correcto en esta clase de textos, traté de establecer una idea para romperla en las últimas líneas.